domingo, 12 de febrero de 2012

Mario Capasso: Algunos textos


Para leer acompañado de una cerveza o dos

El hombre dobló la caja que había contenido hasta hacía un rato la pizza e intentó introducirla en el tacho especialmente preparado para recibir lo que conocemos, a falta de otro apodo más superador, como “la basura”.

Entonces la caja, en lo que podría denominarse una venganza algo demorada, se desdobló en varias porciones y enseguida sacó a relucir sus restos de muzzarella y con ellos apretó los dedos del hombre, que se encaprichó en relamerse hasta que pudo.

Ya en lo que sería el último acto del drama más casero que real, toda la escena se vio convertida en una mezcla de sabores que no auguraba un futuro muy promisorio para ninguno de los contendientes, y fue así nomás porque, alertado por el griterío de los vecinos, que no deseaban verse involucrados en un asunto un tanto aceitoso, el incinerador del edificio se recalentó y entró al departamento a poner fin a la trifulca y acabó hasta con los carozos de las aceitunas que, justo es decirlo, no ofrecieron la misma resistencia que el hombre.



Fragmento más bien arbitrario de "La Ciudad después del humo".

En el capítulo tres, llueve sobre La Ciudad y los personajes, el narrador y un perrito, viajan en una especie de nave.



El diluvio y sus inclemencias, con el apoyo de la ferocidad, real e imaginaria, puesta de manifiesto en cada gota y en cada filtración con su correspondiente resquebrajamiento, como una ducha implacable que nos había jurado venganza hasta que reventáramos como globos, no discriminaba en absoluto.

—Qué buena y noble la actitud del agüita. Hay que admitirlo sin tachaduras. Cae y cae parejita para todos, se posiciona sobre la pilcha que llevamos puesta sin hacer diferencias de género. Es en verdad un brebaje para destacar sin ponerle soda ni intentar otra dilución. Porque además, vos tené en cuenta que me impacta en la tela de la ropa y en tu caso en la pelambre del cuerpo y no es ni clara ni oscura o es clara y oscura y existe de un lado y del otro, sin entrar en comparaciones que ya sabemos cómo dicen que son y además siempre me fue muy mal con ellas.

Así expresé mi juicio de valor acerca del desplome del mundo y sus coterráneos no sólidos, con una verborrea pervertida por los borbotones y sus sucursales de todos los tamaños y con el coraje de un ademán acorde a la frase, entre un trago y su sucesor.

En las proximidades sólo se escuchaba el sonido y la furia de la tormenta, que parecía desternillarse a nuestra costa.

Recuerdo que entonces caí en un desconcierto, como un piano de cola que se viene en banda desde el piso doce o peor.

El vuelo de unas aves, que vistas de atrás parecían hinchadas y peregrinaban suspendidas o a punto de suspenderse entre la maraña del cablerío ciudadano, hundió lo que quedaba de mi entusiasmo hasta la aparente base de la nave, que aguantó el pisotón bastante bien, al parecer sin amoratarse.

Mi amigo, por lo que pude apreciar fiel hasta por ahí nomás, mostraba una actitud que, como persona, dejaba mucho que desear, por decirlo así, sin mencionar el volumen y el depósito de sus excrementos, que yacían entre nosotros y no paraban de crecer e interponerse.

Las bolsas de basura continuaban su progreso de aluvión mientras, en apariencia, según lo indicaba el cuello de la jirafa de ojos calmos, pasábamos frente al zoológico de La Ciudad. Ellas, las bolsas, que ni cinco de bola a los animales, la remaban sin concesiones y sin mayores traumas o inconvenientes con lo que vendría a ser el descenso a raudales, pero así y todo, con el fervor propio de la mejor de las voluntades puesta de manifiesto en los desperdicios y sus delegaciones, no alcanzaban a tapar con éxito los desagües, que se las rebuscaban lo más bien para rebasar y generar un borbollón de pátinas y olores.

—Mirá, pichicho, mirá los manantiales cómo suben y no paran de subir con esa espumita que te voltea como en un sueño de trasnoche. Y ni hablemos de las heces y otras letras peores. Qué porquería. Esto, si no es el acabóse, le pasa raspando.



Labios

Cualquiera que ande por ahí puede ver, si las condiciones se prestan o se alquilan a un precio razonable, a esas tres mujeres de distintas edades y aspectos que, sentadas a la mesa más aromada de la confitería perteneciente al presente relato, a esta altura de la noche o del día, no hacen nada por disimular la incomodidad que les produce la falta de atención de la que son objeto.

Hace varias horas que están allí, por suerte bien sentadas cada una en su silla. Ya han agotado casi todos los temas que pueden llegar a interesarles y la conversación, entonces, languidece y aparecen también algunos bostezos y tienen lugar algunas cabezadas. Los mozos, buenos o malos, durante todo este tiempo han pasado varias veces cerca de ellas, las han rozado bandeja en mano o con las manos libres, pero no se han detenido a preguntarles qué deseaban. Ni uno ha dado ese paso, más bien todos ellos han dado pasos en el sentido contrario, alejándose cada vez.

Entonces, tal vez por alguna reminiscencia literaria o por algún trauma adquirido durante la infancia, una de las mujeres comienza a sospechar si no estarán, ellas, las tres, siendo víctimas de un cuento. Lo piensa un par de veces, la idea se le redondea en la cabeza y entonces abre la boca, que parece formar un círculo antes de ponerse en funcionamiento. Comenta como al pasar esta sospecha y cuando calla, mientras un temblor le separa un poco los labios, mira los alrededores y se le realza el gesto escrutador por excelencia. Las otras dos, que al parecer al principio se ven sorprendidas por la perspectiva de estar inmersas en algún tipo de narración, de pronto comienzan a girar la cabeza y también tratan de ubicarme.

Mario Capasso


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