jueves, 15 de marzo de 2012

DOCUMENTO DE H.I.J.O.S. ANTE LA CAMPAÑA DE CLARIN Y LA NACION


Por estos días, los diarios Clarín y La Nación salieron a atacar públicamente la militancia de los jóvenes e hijos de desaparecidos. Desde H.I.J.O.S. no vamos a quedarnos callados, porque entendemos que es un ataque a todos los jóvenes que militamos.

En sus notas intentan instalar como acusación una cuestión fáctica: “son hijos o familiares de militantes montoneros”. Sí, muchos de nosotros lo somos, y otros de militantes de otras organizaciones. Nos criamos como pudimos, con nuestras abuelas haciendo a la vez de madres, mientras buscaban y lloraban a sus hijos. Todavía seguimos buscando a cientos de hermanos que nacieron en cautiverio. En 1995, hace 17 años decidimos juntarnos y organizarnos. En 2003, por primera vez, un presidente pidió perdón en nombre del Estado y tomó la decisión histórica de terminar con la impunidad de los genocidas, cómplices, ideólogos y beneficiarios.

¿Desde qué lugar de la historia salen Clarín y La Nación a decirnos cómo construir nuestra historia de hijos de desaparecidos? Es absolutamente morboso e inadmisible que los mismos empresarios que fueron parte del plan sistemático de exterminio que dañó a un país entero y que en particular nos dejó sin padres y madres nos vengan a cuestionar nuestra militancia política.

Ambos medios son plataformas permanentes de ataques a los organismos de derechos humanos. Primero fueron por las Madres, y no pudieron. Luego por las Abuelas, y tampoco pudieron. Ahora vienen por los Hijos, y tampoco podrán.

Hay determinados sectores que permanentemente critican a la juventud y estigmatizan la militancia. La política ha vuelto a ser la herramienta para transformar la realidad, y una gran cantidad de jóvenes se ha volcado a la militancia. La participación política es garantía de calidad democrática y la única posibilidad de construir nuestra voz como sociedad, en lugar del discurso único de las empresas periodísticas que hablan desde sus intereses y necesidades.

A esos militantes que Clarín señala como soberbios, nosotros los sabemos humildes, al punto de poner por encima de su seguridad el deseo de militar para hacer valer los derechos de los sectores sociales más excluidos y de la clase trabajadora, elegidos como el enemigo desde el plan económico de los genocidas y sus empresas aliadas.

Esos militantes eran nuestros padres y madres, a quienes amamos profundamente. Hoy no están físicamente, porque hubo un plan de exterminio orquestado desde el Estado terrorista, acompañado por grupos económicos como Clarín y La Nación.

El caso de la siniestra adquisición ilegal de Papel Prensa muestra cómo operaban: como grupo de tareas intelectual y operacional. Secuestraron, violaron y torturaron a Lidia Papaleo para tener las acciones de esa empresa. Se acabó el tiempo de la mentira. La causa de Papel Prensa avanza en la Justicia y la sociedad ya no deja ninguna grieta para que los ideólogos del terrorismo de Estado hagan operaciones políticas.

Con sus declaraciones recientes no hacen más que demostrar el odio confeso que tienen por los jóvenes politizados y por los hijos de los militantes que fueron desaparecidos. Nosotros no sentimos ese odio. Podemos verlos desde otro lugar, porque estamos convencidos de que el rumbo de la historia los llevará a responder ante la Justicia por sus crímenes. Siguen intentando demonizarnos y reproducen las mismas lógicas desde hace 30 años.

Son ellos los mismos grupos económicos que formaron parte de la dictadura, los que permanentemente intentan desestabilizar esta democracia, pero no podrán. Somos herederos de una historia y elegimos militar para consolidar un país con memoria, verdad y justicia.

* Carlos Pisoni, Camilo Juárez y Agustín Cetrángolo (Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio).

Fuente: Memorias de la Tierra facebook.

Condena a Clarín por una nota sobre mujeres pobres


Fascímil del fallo

“Violencia simbólica”

En una nota de 2009 aseguró que mujeres pobres tenían hijos para cobrar subsidios. La Justicia lo condenó por discriminación.

Por Carlos Rodríguez

El domingo 5 de abril de 2009, en el suplemento Zona, el diario Clarín publicó una nota con datos estadísticos sobre el incremento de las pensiones que otorga el Estado a las madres que tienen siete hijos o más. El título del artículo provocó una polémica –en su momento– en las redacciones de distintos medios y fue material de discusión en escuelas de periodismo. La repercusión que tuvo entre periodistas y aspirantes a serlo se debió a que contenía conceptos discriminatorios para las mujeres que recibían esos subsidios: “La fábrica de hijos: conciben en serie y obtienen una mejor pensión del Estado”. A tres años de su publicación, la empresa Arte Gráfico Editorial Argentino S.A. (AGEA), responsable del matutino, fue condenada por la Justicia civil a publicar “una rectificación del título agraviante”. La calificación de “agraviante” es porque el texto denota “un contenido tendiente a la discriminación y violencia psicológica, sexual y simbólica contra la mujer, difundiendo una imagen estereotipada que atenta contra su libertad reproductiva”.

La sentencia fue dictada por la jueza en lo civil Ana Inés Sotomayor, luego de analizar el recurso de amparo presentado por las diputadas nacionales Diana Conti y Juliana Di Tullio. Un dato importante del fallo es que la magistrada, luego de analizar la nota escrita por el periodista Pablo Calvo, concluyó que esa parte del texto “no detenta en su contenido una actitud discriminatoria contra la mujer, no provoca violencia de género ni atenta contra la dignidad, libertad reproductiva, igualdad, como tampoco genera un estereotipo en el ánimo del lector”.

El conflicto surge porque “el título del informe no se condice con su contenido (el de la nota), que injustamente opaca, denotando un ánimo tendiente a la discriminación y violencia psicológica, sexual y simbólica contra la mujer”. En este punto, vale decir que en las redacciones, el periodista hace la investigación y escribe la nota, pero es el editor de la sección, en este caso Zona, quien se ocupa de los títulos.

Las diputadas Conti y Di Tullio, a las que luego se sumó la legisladora nacional María Teresa García, consideraron que lo publicado en Clarín ejercía “una clara violencia mediática contra las mujeres”, dado que en el artículo cuestionado “se injuria, difama, discrimina, deshonra, humilla y se atenta contra su dignidad”. Dijeron que el texto transmitía “un mensaje de desigualdad de trato tendiente a construir un patrón sociocultural reproductor de desigualdades o generador de violencia contra las mujeres”. Al mismo tiempo era “una práctica discriminatoria, al estigmatizar a un grupo social –mujeres pobres– como incapaces para decidir libremente la concepción de un hijo o dispuestas a procrear a fin de obtener una prestación social” del Estado.

AGEA, ante la demanda, negó a través de sus abogados “todos y cada uno de los hechos expuestos en la demanda” y trató de restar legitimidad a las denunciantes, porque no estaban citadas en forma expresa en la nota. La jueza Sotomayor, invocando el artículo 43 de la Constitución Nacional, que incorpora el concepto del “amparo colectivo”, aceptó como válida la intervención de las diputadas en representación de las mujeres agraviadas. En el fallo, al analizar el contenido del cuerpo de la nota escrita por Pablo Calvo, la jueza sostuvo que esa parte del texto “en ningún momento se refiere a las mujeres entrevistadas ni a ninguna otra madre de siete o más hijos u otra mujer, como una máquina que fabrica ‘hijos’, como así tampoco trata a éstos como objetos utilizados por sus padres para obtener un beneficio económico”. Es en el título donde se lesionó la Ley 26.485, de protección integral de las mujeres.

El título de Clarín encuadra, según el fallo, dentro de “la violencia psicológica, sexual y simbólica, puesto que se desacredita la decisión libre de las madres de tener la cantidad de hijos que deseen, sean siete o más, al dar un mensaje estereotipado del grupo de mujeres” mencionadas en el artículo. La sentencia condenó “la postura que el editor pretende apuntalar: inclinar la percepción hacia el sentido más peyorativo, predisponiendo al lector a una visión descalificante y discriminatoria, orillando la marginalidad y el menosprecio hacia estas madres, intentando generar animadversión contra ellas”.

Ahora Clarín fue condenado a publicar “una rectificación del título agraviante” en un día de igual tirada en que se difundió la nota cuestionada. También tendrá que agregar tal rectificación en la página web del matutino de Ernestina Herrera de Noble. El diario tendrá que asumir también la totalidad de las costas del proceso.

Carlos Rodríguez
Fuente: www.pagina12.com.ar

Un cuento de Luis Alberto Tamayo (Chile)


Mi hermano cruza la plaza

Yo tenía diez años cuando mi hermano se fue. Durante mucho tiempo su nombre estuvo prohibido en nuestra casa. Crecí sabiendo que tenía un hermano que vivía en Francia: después supe que no, que vivía en el exilio.

Papá decía que mi hermano era inteligencia perdida, un testarudo que había ido a la Universidad a mezclarse con la peor clase de gente. Acordarse de él en la mesa era desatar una tormenta: mamá lloraba en silencio, mi hermana Claudia inventaba planes para ir a visitarlo; papá las embestía contra políticos antiguos y disertaba sobre la importancia de no meterse en nada.

odos lloraron: tuve la sensación de que no era yo quien se graduaba, sino mi hermano otra vez.

Sus cartas fueron escasas, apenas cinco en siete años. Recuerdo que la última decía: "Hace mucho frío esta noche; mañana salgo para Rennes con una exposición sobre los crímenes de Pinochet". Mi madre la quemó aterrada. Le contestó que al escribir esas cosas estaba poniendo en peligro a toda la familia. No volvieron a llegar cartas suyas.


Años después supimos que mantenía correspondencia con una vecina del barrio antiguo: del barrio en que vivíamos cuando vino el golpe militar. Fuimos con Claudia a ubicar a esta señora. Se acordaba bien de nosotros a pesar del tiempo transcurrido. Nos mostró dos cartas largas. Entonces pudimos saber cómo sonaban sus palabras, qué decían: ahora teníamos edad para entenderlas.

Reiniciamos el rito de la correspondencia. En una nota me propuso que le enviara mis papeles, que había juntado algo de dinero, y que vería modo de que pudiera pasar un año con él, para que nos conociéramos. No contesté su mensaje: ya llevaba un semestre en la Universidad.

Durante el primer año fui uno de los mejores alumnos, lograría terminar la carrera en tiempo récord.

Cuando me invitaron a hacer trabajo voluntario para ayudar a los campesinos pobres yo pensé que estaba bien y me inscribí. Al saberlo mi madre se puso tensa.

—Eso no es ayudar a nadie —dijo— eso es hacer política. Te va a pasar igual que a tu hermano que está donde está por meterse a ayudar a gente que ni siquiera se lo merecía.

Mi padre empezó a cambiar su discurso; ahora decía que a los militares no se les podía pedir que fueran buenos gobernantes. Argumentaba que contra las Fuerzas Armadas no se podía hacer nada, que no se trataba de darle el favor o la contra a Pinochet, pero que había que reconocer que él mandaba y punto; que no había nada que hacer hasta que ellos mismos lo sacaran y pusieran a otro quizás peor.

Un día Claudia le discutió en la mesa, le dijo que a cada momento ocurrían cosas horribles y que no era justo quedarse sin hacer nada. Mi padre le lanzó el nombre de mi hermano como un insulto.

El negocio grande que teníamos en Santa Rosa quebró por la escasa venta y dos clausuras seguidas por no dar boleta. El dinero que se pudo salvar se convirtió en un taxi. Al poco tiempo el viejo Peugeot azul también fue pintado de negro con el techo amarillo. Esas eran las entradas de la familia, más el arriendo de la casita de La Cisterna y el kiosco para vender cosas de bazar y refrescos que instalamos en el antejardín de la casa.

A Claudia y a mí nos costaba mucho entender lo que pasaba, mirábamos todo desde fuera del tiempo. Sabíamos que nuestro hermano había vivido en otro país. Un país distinto, con el mismo nombre, pero otro...

El contacto con mi hermano lo hacíamos en notas pequeñas. Supimos que no estaba en París, sino en México, que tal vez partiera hacia Nicaragua, o hacia donde "su aporte pudiera ser útil". Había perdido la esperanza de que lo dejaran volver. —"Yo no apareceré en ninguna lista —afirmaba—, yo volveré cuando se abran las Alamedas".

Nuestra conversación se tornaba cada vez más difícil de entender. El nos hablaba que nuestra situación no era aislada, que la política económica del régimen estaba golpeando duro a la pequeña burguesía, que por último nuestros padres se lo merecían por todo el mercado negro que habían hecho. No se alegraba de que nosotros fuésemos a ser profesionales: nos prevenía de que no nos convirtiéramos en chanchos ahítos y emplumados, ajenos a los problemas de las grandes mayorías.mo voluntaria de la Cruz Roja, de sus charlas de higiene y primeros auxilios, de la creación de un banco de medicinas para ayudar a las personas que no pudieran comprarlas.

El respondió que eso era querer atacar el cáncer con domínales, que la salud de las personas debía ser responsabilidad del Estado y no de la caridad de señoras gordas ni de niñas con sentimientos de culpa por sentirse privilegiadas.

Con Claudia concordamos en que necesitábamos la presencia física de nuestro hermano para aclarar el significado y la intención de cada palabra. Para confrontar nuestras historias tan distintas: confiábamos en que a pesar de todo nos entenderíamos.

Los robos y los asaltos nos tenían a todos alarmados, no se podía dejar ni maceteros en los antejardines. Tuvimos que mandar a hacer una jaula de barrotes de fierro para el kioskito, y así evitar que lo descerrajaran durante la noche.


Los jueves y viernes por la tarde le tocaba a Claudia atender el kiosco. Un tipo llevaba mucho rato en el asiento del paradero de micros que quedaba justo frente a nuestra casa. Claudia lo sorprendió dos veces mirando y tuvo miedo, por eso me llamó.


Pensamos que era un maleante o un policía de punto fijo, o quizá un pololo malquerido de alguna casa de la vecindad. Lo cierto es que nadie estarla por gusto a la intemperie en un día tan frío como ese. Finalmente subió a un microbús y se fue. Sin embargo su figura nos quedó grabada y nos pareció verlo en otras oportunidades; siempre mirando, siempre en días de frío.

Al obscurecer de un jueves entró al negocio. Llevaba puesta la capucha de la parka y el grueso cierre subido casi hasta la boca. Apenas se distinguían su nariz y sus lentes. Entró por el caminillo de cemento y pidió cigarrillos.

—No vendemos cigarros, contestó Claudia. Se bajó un poco el cierre de la parka y mostró unos gruesos bigotes. La chasquilla le cayó cubriéndole los ojos.

—Déme un cuaderno—, dijo luego de un breve silencio. Eligió uno grande, con la fotografía de dos caballos que corrían libres en la tapa. Dos caballos blancos sin riendas ni jinete.

Claudia se lo iba a envolver y él pidió que no, se volvió hacia la calle y mientras esperaba su vuelto lo metió bajo su chaleco afirmándolo con el cinturón. Afuera comenzaba a llover.

Había llegado tarde a casa, me estaba acostando cuando sentí voces. Mi madre era laque hablaba: decía que no, que mi hermano estaba en Francia, que debía tratarse de un alcance de nombre.

La vecina del barrio antiguo estaba de pie en el living con unos recortes de diario en sus manos.

Cuando vio aparecer a mi padre dijo con dureza:

—Su hijo ingresó ilegalmente al país. Ahora no tienen que avergonzarse de tener un hijo en el exilio: ahora tienen un hijo muerto.

Nunca pudimos verlo. En la morgue nos entregaron un ataúd sellado, nos dijeron que ahí dentro estaba su cuerpo.

La policía lo detectó antes de que alcanzara a hacer nada: vivía solo; había arrendado una pieza pequeña en el otro extremo de la ciudad. Lejos de su barrio, de su liceo, lejos de todos los que pudieran reconocerle.

Según testigos no se defendió a balazos como dice el diario. No portaba arma: iba de blujeanes y zapatillas cruzando la plaza. Unos veinte agentes lo esperaban: uno tomando helado, otro con un paño amarillo simulando limpiar parabrisas de automóviles por una moneda; dos más haciendo footing en impecables buzos azules. Su muerte fue una práctica profesional para un grupo de egresados de sus academias de muerte.


La ventana de su pieza daba justo a la plaza. Cuando entramos al último lugar en que él habitó las piernas se nos doblaron: estábamos cerca de él, de su vida.

Todo estaba revuelto, una vieja radio a tubos quebrada en el suelo. En este estante varias revistas de historietas y deportivas, libros de química y matemáticas. El vivía allí, oculto, procurando no dejar huella de su modo de pensar, de lo que había elegido como forma de vida.

La dueña de casa contó que salía poco, que por las tardes escuchaba música y jugaba con Samy, un gato esquivo que rara vez bajaba del techo.

Bajo su cama encontré un par de zapatos negros, los tomé y me los puse; me quedaron bien. Claudia dio un grito al encontrar entre las revistas un cuaderno nuevo con dos caballos blancos que corrían.

Lentos cruzamos la plaza que él no pudo cruzar.


Luis Alberto Tamayo



Luis Alberto Tamayo nació en San Fernando, Chile, en 1960. En 1982 se tituló de Profesor de Educación General Básica en la Universidad de Chile. En 1978 ganó el concurso de cuentos organizado por el Arzobispado de Santiago con motivo del XXX aniversario de la declaración universal de los derechos humanos. En 1985 fue finalista del concurso Chile-Francia. Durante cinco años integró el equipo de libretistas del programa “Los Venegas” de Televisión Nacional. En 1989 formó parte del taller Heinrich Böll que dirigió Antonio Skarmeta en el Instituto Goethe. En 1998 ganó el concurso de cuento infantil organizado por CORDAM y COPEC. En el año 2000 gana el concurso de cuentos Banco Santiago. Ha publicado: “Ya es hora” (cuentos, 1986); “Caballo Loco, campeón del mundo” (novela para niños, ganadora del premio Editorial Don Bosco, 1998); “La Goleta Virginia” (novela juvenil, 1998); “Pequeña historia de la señorita X Testimonio de una adopción.” (2001).

Fuente: www.luiseaguilera.cl

Enrique Medina: 40 años


Por Medina Enrique

Los biógrafos de Herman Melville coinciden en que el autor de Moby Dick pasó los últimos cuarenta años de su vida totalmente ignorado y que seguramente murió dolido por el desdén que el público-lector le deparó a su genial obra.

En realidad, la suma o resta de años en la valorización de un libro es meramente un detalle sin mucha trascendencia en el veredicto definitivo que sólo puede evaluarse por el paso del tiempo, más allá de redondear un acontecimiento como si fuera la mayoría de edad en un joven o las bodas de oro de una pareja.

Quizá la referencia no sea más que una justificación para envalentonarse frente al espejo y no caer de rodillas ante la humillación de la muerte. Pero en el caso de Melville, hay que reconocer que el Sumo Hacedor puso las cosas en su lugar y permitió que el primitivo cine mudo lo recuperara, primero como un escritor de acción y, de inmediato, como el novelista de enorme amplitud que supo erigir la formidable columna literaria que hoy es.

Hago esta referencia a Melville porque a mí me toca la suerte inversa. Mi novela Las Tumbas cumple 40 años y una nueva edición que está imprimiéndose demuestra que aún está vivita y coleando como cuando apareció en 1972. Pero, me pregunto: ¿una vez muerto el autor existirá una capa de ceniza volcánica que olvide el período y cubra con silencio definitivo lo que alguna vez saltó a los anaqueles?... Resumo: ¿qué es mejor?, ¿ser ignorado en vida y pasar a la posteridad o ser olvidado para siempre por más leña al fuego que uno eche? Y, en tal caso, ¿es ello importante? Posiblemente esto que estoy escribiendo suene fuera de lugar o petulante, pero no estoy haciendo otra cosa más que sentirme satisfecho y feliz por el aniversario que festejo.

Cuando el editor Gastón Gallimard le dijo a Céline que luego de las prohibiciones sufridas iba a reeditar el Viaje y que sería conveniente que escribiera un prólogo al respecto, Céline lo mandó al diablo. Luego aflojó y escribió un prologuito renegando de su obra. Lógico, él podía permitirse el desplante porque íntimamente sabía que era el único que había superado a Shakespeare y que Dios ya le había asegurado la eternidad en la cima de todos.

Otra cosa es uno, que titubea en cada línea que escribe y tiembla cada vez que publica un libro. Por este osado riesgo es que uno se festeja, festejando al mismo tiempo a los lectores. Uno festeja retribuyendo, que es la mejor forma de respetar al que nos da el motivo para la satisfacción. Es el lector quien determina: esto sí, esto no.

Para el escriba, uno, ese tiempo ido se desbarató como resuello en el mar, sin que nadie avisara por el desperdicio paradójico. De todas maneras, en ese lapso uno trabajó creyendo y se animó a ir poniendo ladrillito sobre ladrillito con la intención de construir un bello castillo, aunque el resultado puede que no haya sido más que una endeble escalera al vacío. Pero uno pudo hacer ese intento gracias a que la base aguantó la presión. La base fue el lector, y me sostuvo.

La suma de libros publicados no es otra cosa que el cuerpo literario del autor. En mi caso no hace falta aclarar que el corazón de ese cuerpo es Las Tumbas, novela que, en este instante en que usted me está leyendo, vuelvo a depositar en sus manos, para que, con su cómplice abrigo, en un ansiado futuro podamos volver a festejar otros cuarenta años de sueños, propósitos y fervores literarios que justifiquen el apoyo que me ha brindado y que yo, muy impresionado, conmovido, agradezco mirándolo a los ojos.


Enrique Medina
Fuente: www.pagina12.com.ar

Rescates: Veinte motivos para leer a Oliverio Girondo


Arte de Ultimar
Veinte motivos para leer a Oliverio Girondo
Por Juan Sasturain

Cinco por la negativa: las carencias

Uno. No saber quién es. Es el mejor motivo y el que a él más le hubiera gustado. Enterarse de que es –para muchos– el mejor poeta argentino del siglo XX es un dato que puede despertar al menos la curiosidad, primer paso hacia la posibilidad de tener una aventura; quiero decir: una experiencia que nos cambie la vida. Conocer a Girondo vale la pena precisamente por eso: te deja diferente de cómo te encontró.

Dos. No haberlo leído. Es una suerte, como no haber leído todavía a Pessoa o a Pound. O no haber ido a China o no conocer Africa. Se te abre un mundo desconocido, una puerta. A mí me pasó cuando tenía algo más de veinte, en la segunda mitad de los ‘60, y el Centro Editor lo reeditó en una colección barata y popular. Después encontré la edición de Losada de Persuasión de los días, de 1942, en Fray Mocho. Es lo que más me gusta de él. La tengo todavía.

Tres. No leer poesía en general. Oliverio está especialmente indicado para los prejuiciosos o escaldados por algún contacto negativo con textos poéticos que les provocaron desconcierto/rechazo/alergia/fastidio. Girondo se entiende y se disfruta. No necesita exégetas ni mediadores letrados (que los hay, casi en exceso). Jamás un libro suyo se te cae de la mano. Reconcilia con la poesía.

Cuatro. Estar amargado / estar engrupido. La lectura de Girondo (como la de Drummond de Andrade, por ejemplo) vacuna contra la estupidez de la queja sistemática y/o la autosatisfacción del acomodado en su molde comprado a plazos. Ni la hipocresía ni la autoconmiseración.

Cinco. Querer amasijarse / ser un boludo alegre. Incluso en sus momentos más jodones y festivos, Girondo habla en serio: nunca es solemne; y en los momentos de mayor desesperación –que los tiene– tiene la humildad de admirar el Misterio de lo dado y reconocer el Error, la soberbia pretensión manipuladora de saberes e instituciones (incluso el mismísimo lenguaje). Por eso nunca es patético. Te cura de la soberbia elocuente (regodeo en el sinsentido) y de la ignorante (hacerse el boludo).

Cinco por la positiva: los libros

Seis. Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922) y Calcomanías (1925). Su primer libro, desprejuiciado fundador de la vanguardia argentina de los ‘20, son viñetas, croquis, apuntes tomados al paso de Mar del Plata a Venecia, de Buenos Aires y Río de Janeiro a Venecia. Ahí está el “Exvoto”: “Las chicas de Flores se pasean tomadas de los brazos para transmitirse los estremecimientos, y si alguien las mira en las pupilas, aprietan las piernas del miedo de que el sexo se les caiga en la vereda”. Famoso. El segundo salió en España, con dibujos suyos. “Calle de las sierpes”, Sevilla, 1923: “Cada doscientos cuarenta y siete hombres / trescientos doce curas / y doscientos noventa y tres soldados / pasa una mujer”.

Siete. Espantapájaros (1932). El primero editado en Buenos Aires, y el más perfecto hasta entonces. Dos docenas de breves prosas inolvidables, algunas inquilinas habituales de toda antología: las setenta y dos acciones amorosas del texto 12. “Se miran se presienten se desean / se acarician se besan se desnudan / se respiran se acuestan se olfatean”. Las maravillosas maldiciones del 21: “Que te enamores tan locamente de una caja de hierro que no puedas dejar, ni un momento, de lamerle la cerradura”. Qué bárbaro.

Ocho. Persuasión de los días (1942). Son poemas existenciales, si cabe; la pura intemperie espiritual sin ningún tipo de franela compensatoria. “Dicotomía incruenta”: “Siempre llega mi mano / más tarde que otra mano que se mezcla a la mía / y forman una mano (...) Por eso es muy posible que no acuda a mi entierro / y mientras me riegan de lugares comunes / yo me encuentre en la tumba / vestido de esqueleto / bostezando los tópicos y los llantos fingidos”.

Nueve. Campo nuestro (1946). Ya a fines del ’30 había vuelto –con la crisis, con la guerra, con el desastre europeo– a mirar para adentro, a reflexionar sobre la cuestión nacional: la cultura, la economía, incluso el paisaje. Hay varias versiones, hasta el cincuenta, de sus poemas a la (redescubierta) pampa primordial, vaca madre, plana nada elocuente. Es el Girondo menos conocido y manipulable.

Diez. En la masmédula (1956). Es el final, el salto en el vacío experimental, la ruptura de las palabras y de la sintaxis, la busca absoluta. Es el Girondo que seduce a surrealistas tardíos (Molina) y marca el camino de la puesta en tensión extrema del instrumento que empujará a la larga a algunos de los mejores, como Lamborghini, a sus propios confines. “El puro no”: “El no / el no inóvulo / el no nonato / el noo (...) / el macro no ni polvo / el no más nada todo / el puro no / sin no”. Apaga y vámonos.

Cinco por cuestión de salud

Once. Saber reír. Con Girondo, el humor irrumpe en la poesía argentina como un pedo en misa, un chiste verde en un velorio, un codazo en un desfile. Se da y concede permisos. Del humor ingenioso –que comparte con Ramón Gómez de la Serna, por ejemplo– saltará al humor negro y escatológico. No es un adorno, ni un chiste. Es una manera (la única digna) de mirar el mundo.

Doce. Cagarse en (casi) todo. La irreverencia (“¡Se celebra el adulterio de la Virgen María con la Paloma Sacra!”, de “Verona”) y la provocación iconoclasta que picotea los bordes de los tabúes con ingenio y desparpajo tienen una violencia corrosiva inusitada. Espantapájaros, por ejemplo, no es sólo una provocación sino un libro memorable, único para su época y para nuestra cultura.

Trece. Saber enojarse. Girondo no es un ruidoso payaso oportunista íntimamente integrado sino un observador feroz de la sociedad y las costumbres perversas de su tiempo. “Lo que esperamos”: “Yo sé que todavía / los émbolos / la usura / el sudor / las bobinas / seguirán produciendo / al por mayor / en serie / iniquidad / ayuno / rencor / desesperanza / para que las lombrices con huecos portasenos / las vacas de embajada / los viejos paquidermos de esfínteres crinudos / se sacien de adulterios / de hastío / de diamantes / de caviar / de remedios”.

Catorce. Celebrar la vida. Porque a la hora de reconciliarse con el mundo, ya despojado del “miasma” del comercio humano, a contrapelo de una “civilización” descaminada, Girondo descubre –y sabe revelar para nosotros– el soberano estupor ante lo natural visto con mirada adánica. “Inagotable asombro”: “Este perro / este perro / ¡Indescriptible! / ¡Unico! / (...) Cotidiano, inaudito / que demuestra el milagro / que me acerca al Misterio / que dan ganas de hincarse / de romper una silla”.

Quince. Angustiarse en serio. Pocas veces en la poesía contemporánea –en la latinoamericana, sólo en Vallejo– la expresión de la angustia ante las cuestiones de sentido que atraviesan al poeta en vida y muerte, alcanza la radicalidad –sin clichés ni recetas verbales o existenciales– del último Girondo. En la masmédula es, como sucede con un solo de Parker, un gesto definitivo e irreductible.
Y cinco porque sí

Dieciséis. El nombre que le pusieron. Llamarse así no suele ser gratis. Qué hace alguien que se llama así. Y de chiquito. Hay que bancársela. Creo que en su caso fue un estímulo: debió estar a la altura, con ese nombre de payaso, equilibrista o político radical al estilo Crisólogo Larralde. Toda su obra es un comentario, una prolongada digresión tragicómica a partir de su nombre.

Diecisiete. La cara que tenía. También tuvo que hacer algo con la cara, remontarla. En eso, como Macedonio (otro que vino con un plus nominativo), ganó cara y equívoca venerabilidad con el tiempo. Era de ojos saltones, dientudo y con mentón fugitivo: las caricaturas de la época son alevosas. La barba lo disfrazó, pero operando al revés de las caretas: lo puso grave, reservando la gracia y la ironía para los ojos.

Dieciocho. Las cosas que hacía. Las jodas famosas, la prolongada estudiantina, su espíritu juguetón, iconoclasta. El memorable lanzamiento por calle Florida, en coche fúnebre, de Espantapájaros, con el muñeco de la tapa, dibujado por Bonomi, convertido en escultura de papel maché, y con chicas vendiendo el libro.

Diecinueve. La mujer con la que se casó. Un hombre también se justifica/explica por las mujeres que amó y lo amaron. Oliverio conoció a la brillante colorada Norah Lange en 1926 y se casaron en el ‘43. Fue su mujer, su amiga, su cómplice talentosa. La oradora de banquetes que supo reunir en Estimados congéneres, la memoriosa de Cuadernos de infancia, la novelista de Personas en la sala.

Veinte. Las fechas del almanaque. Acaso sea un pretexto que hoy, 24 de enero, se cumplan 44 años de la muerte de Oliverio, en el verano de 1967. Norah lo sobrevivió sólo cinco más. El otro pretexto que nos da el almanaque para leer a Girondo es que este año, el 17 de agosto, se cumplen 120 de su nacimiento en 1891. A ver si nos acordamos.


N.de la R.: Esta nota fue publicada en la contratapa de Página 12 del 24/01/2011.

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