viernes, 6 de abril de 2012

Homenajes: Gustavo Roldán, Adiós al gran ilusionista chaqueño


Como un soplo de vida fue este gran autor, considerado uno de los máximos exponentes de la literatura infantil en Latinoamérica, con títulos como El monte era una fiesta y Los sueños del yacaré, entre otros de los más de sesenta libros que publicó.


Por Silvina Friera


¡Que lo tiró! ¡Qué tristeza de la gran siete! El lenguaje oral que él legitimó como ninguno es lo primero que viene a la mente: Gustavo Roldán murió a los 76 años. El escritor, el carpintero, el mago, el docente, ese gran ilusionista que dejaba pasmados a sus lectores, tenía una habilidad rotunda para engatusar con las palabras. Los cuentos que escuchó en el monte chaqueño, en Fortín Lavalle, de boca de los peones en las ruedas de mate, eran cuentos sin etiquetas fosilizadas: “Ni para chicos ni para grandes, para todos”. Lo pregonaba a viva voz con una ternura áspera que atravesaba sus pupilas. Y lo materializaba en sus textos; esas puertas abiertas a los sapos, los zorros, los quirquinchos, los tatúes, los piojos, los bichos colorados, los ñandúes, esa fauna tan entrañable de fabuladores y pícaros con sus trifulcas inverosímiles y encantadoramente absurdas. “El tatú miró para todos lados, después bajó la cabeza, cerró los ojos y murió”, se lee en uno de sus relatos, “Como si el ruido pudiera molestar”. “Muchos ojos se mojaron, muchos dientes se apretaron, por muchos cuerpos pasó un escalofrío. Todos sintieron que los oprimía una piedra muy grande. Nadie dijo nada. Sin hacer ruido, como si el ruido pudiera molestar, los animales se fueron alejando. El viento sopló y sopló, y comenzó a llevarse las penas. Sopló y sopló, y las nubes se abrieron para que el sol se pusiera a pintar las flores.”


Como un soplo de vida fue este gran autor, considerado uno de los máximos exponentes de la literatura infantil en Latinoamérica con títulos como El monte era una fiesta, Los sueños del yacaré, Historia de Pajarito remendado, Prohibido el elefante, Las pulgas no andan por las ramas, El día de las tortugas, El camino de la hormiga, Piojo chamamecero y El vuelo del sapo, entre otros de los más de sesenta libros que publicó. Roldán regresó una y otra vez sobre las innumerables perlas de la lengua que lo acunó desde que nació, el 16 de agosto de 1935, en Sáenz Peña, provincia del Chaco. De boca en boca y de oreja en oreja empezó el bautismo auditivo con esos primeros cuentos que escuchó durante su infancia, sin saber entonces que se los llamaban “populares”. El inmenso bicherío con sus pícaros y mentirosos y la luz mala eran los habitantes naturales de ese imaginario del monte. Lo que sueña extraño en la oralidad atolondrada y demencial de las grandes urbes –historias o expresiones de una riqueza infinita, que a veces suelen ser estigmatizadas bajo la petulancia de quienes esgrimen que eso huele a naftalina– era el barro en el que amasaría una obra que fagocitaba lo “silvestre” con esa cultura letrada, adquirida en la escuela primero y en la Universidad Nacional de Córdoba, donde se licenció en Letras y fue docente.


En las colecciones de literatura infantil que dirigió –El Pajarito Remendado, Libros del Malabarista, Los Morochitos, Los Fileteados y Libros del Monigote, de Ediciones Colihue–, en los numerosos talleres de escritura y reflexión que ofrendó a lo largo y ancho del país, en los encuentros en bibliotecas y escuelas a los que asistía con el entusiasmo de quien va a una fiesta imperdible, el escritor no se cansó de predicar, junto con su mujer, Laura Devetach, que la literatura para chicos es literatura a secas. “Aspiro a escribir textos donde la cantidad de años que tenga el lector no sea más que un accidente como el verano o la lluvia o el frío”, afirma Roldán en un párrafo de su autobiografía. “Creo que los chicos entienden todo y quieren saber de todo. Desconfiar de su capacidad es desconfiar de la inteligencia, de la sensibilidad del otro. Y desconfiar de la capacidad de la palabra es, en última instancia, desconfiar de nosotros mismos. Podemos desconfiar de nosotros mismos pero, si jugamos en serio, las palabras siempre van a alcanzar.” Si sabía calcular qué palabras utilizar y el momento preciso para amplificar el asombro acústico y visual fue porque comenzó a “ensuciar papeles”, como le gustaba decir, alrededor de los veinte años. Durante veinte años más se fue entrenando en los campos empíricos de esa faena, cuyo horizonte era, por entonces, los adultos. El “hombre serio” que dijo haber sido abandonó la docencia en 1976 y rumbeó con su familia hacia Buenos Aires.


En esta ciudad que le gustaba frecuentar para ir al cine o al teatro, pero en la que nunca soñó que viviría, trabajó de carpintero. “A pesar de que hay una larga tradición en la que se desprestigia el trabajo manual, la carpintería es de una nobleza enorme: transformar un pedazo de madera en una mesa, una silla, una cama, es una experiencia muy linda”, recordaba el escritor. Los hijos a veces subvierten el destino de sus padres. A Roldán lo desafiaron. ¿Por qué no escribir esos cuentos que él les había contado? Además de los relatos tradicionales, el folklore que les transmitió de generación en generación, había un gran manantial de invenciones domésticas. El pater familias respiró hondo, despejó la maleza que sombreaba las piedras preciosas de su memoria, aceptó la prueba, agarró un lápiz y papel –era de los que escribía a mano la primera versión– y volvió a “ensuciar papeles” magistralmente. De ahí nació el primer libro, El monte era una fiesta, que se publicó en 1984. Y mitad carpintero, mitad escritor, la recepción de ese texto, que deleitó a chicos y grandes sin distinciones, alimentó la llama del entusiasmo; fue el empujoncito que necesitaba para continuar escribiendo. Pronto un puñado de premios confirmaría el acertado cambio de timón. Obtuvo el Tercer Premio Nacional de Literatura 1992, Segundo Premio Nacional de Literatura 1995, Diploma al Mérito Konex 1994, Beca del Fondo Nacional de las Artes 1995 para realizar la escritura de cuentos y leyendas de los indios tobas, matacos y guaraníes.


Roldán descubrió literalmente la magia en un circo de pueblo. Quiso ser trapecista o mago. Cometió la imprudencia de postergar para mañana lo que podía hacer hoy. Los años lo engañaron: creyó que ese deseo estaba anulado en el archivo empolvado de las empresas imposibles. A los 60 años se dio cuenta del embuste, de la puñalada trapera. Y cumplió en parte los sueños que soñó. La edad conspiraba para subirse al trapecio. Quizás el cuerpo también. La magia, en cambio, no tiene fecha de vencimiento. Y se anotó en una escuela de magia. Quien quiera echar una mirada, saborear su acento y apreciar uno de sus trucos puede hacerlo en la página web de la Audiovideoteca de Escritores. “El caminito marcado es seguro. La función del escritor es mover las piezas del tablero y empezar a armarlo de nuevo –subrayaba el escritor en una entrevista con Susana Itzcovich, sobre su pasaje de un humor picaresco a una ficción más poética y onírica en su libro Dragón–. El riesgo hay que correrlo. Por supuesto que me costó salir de la comodidad y meterme en la incomodidad de escribir otras cosas.” Aunque el desaliento amagara con ganarle la partida, el autor no perdía las esperanzas. “En un mundo donde se derrumban los valores, todavía –creo, quiero creer– quedan los libros como un baluarte de la dignidad. Un libro es una llave, es una puerta que puede abrirse, es una habitación donde se encuentra lo que no se debe saber, es un ámbito de conocimiento de la verdad y de lo prohibido, que deja marcas que después no se pueden borrar”, señaló en el Congreso Mundial de Bibliotecas e Información IFLA 2004.


No es la literatura infantil la que está de luto y aprieta los dientes. Los lectores de ese gran escritor que supo encantar a niños y adultos con sus relatos sencillos, luminosos e inteligentes confían en que el viento soplará para llevarse las penas. La indeleble magia de los libros de Roldán es una puerta siempre abierta.


Silvina Friera
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/

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