Por Miriam Cairo
Un imaginador vicioso difunde su relato como una noticia de primera plana: ¡La abuela desalmada corrompe a la cándida Eréndira! ¡Extra, extra! ¡El gobernador de Tuzcacuexco habló el día del derrumbe y negó que el terremoto formara parte de sus actos de gobierno! ¡Extra, extra! ¿Quién mató a Palomino Molero? ¡Extra, extra! ¡En el Chaco nació un zapallo que se hizo cosmos! ¡Extra, extra! (El imaginador vicioso trae noticias de seres menos reales pero más verdaderos).
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Una presentidora elige muy bien las preguntas, los ruidos, las aguas, los hundimientos, la oscuridad, la rana, el sapo y las estrellas que van a ocurrir delante de sus ojos.
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Un urgido se presenta inesperadamente, pero no sorprende porque su presencia ha sido siempre muy próxima a los anagramas de Babel, pequeños y desmedidos. Viene olfateando galaxias, aspirando hojas de alcanfor, exhalando animales en celo. Trae en las manos una perspectiva de inmensidad que se enrolla, que no se puede extender, que no sirve para laberintos, y a fuerza de ansiedades y premuras atrae hacia sí las antítesis, los agujeros, las intemperies y las amapolas prontas a deshojarse en sus dedos errantes, en su alfabeto.
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Una contempladora tiene días en los que no identifica lo que ve. Algo oxidado que rueda por la espalda de una mujer con ruido a latas. Algo con nombre y final. Una rutilancia de lentejuelas y puñales desde la cintura hasta la garganta. Un lava copas que pierde su brazo tatuado en un revoltijo de jabón. Una novia que vomita palomas en el baño de los cuervos. Viento, lluvia y vino futuros. Algo, alguien, que atraviesa la larga noche como una llamarada y deja huella.
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Una culona alucinada rodeada por una remota realidad, cubierta por la piel de la noche, alzada sobre los pies de las tormentas, desnuda en la boca del abismo, arrancada del temblor, convertida en navío.
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Un plegador del lenguaje desplegado dobla los textos como un curioso género al bies. Así como algunos creen que hay un "saber contar", también hay un saber plegar hasta que el texto cabe dentro de una nuez o fruto que alimenta a los lobos amarillos de un diminuto mundo.
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Una dobladora de sombras camina por los barrios pobres, por el desierto, por la senda peatonal, por los mares de la luna, por las cornisas. Pertenece a una indecible fauna tormentosa que no ha nacido aún. Raramente dobla alguna sombra sin experimentar ese sentimiento tan especial de no existir todavía como raza. Hay tantos animales, tantas plantas, tantas mujeres, tantos hombres, tantos minerales, tantos fantasmas que todavía no existen y caminan, sin embargo por los barrios pobres, florecen sin embargo en las cornisas, aúllan sin embargo en los mares de la luna, cruzan sin embargo por la senda peatonal, atraviesan sin embargo los desiertos. Rara vez la dobladora y su progenie se preguntan por qué todavía no existen, pero cuando eso ocurre se dan cuenta de que son cosa ficticia, cosa poco real pero...
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Un hombre fatal tiene marionetas, tiene autómatas, tiene admiradoras, tiene un ramo de cardos, tiene una muñeca soñadora bronceada todo el año. Arroja los billetes por la ventanilla del auto y no espera el vuelto. Tampoco piensa en Genoveva Brabante. Ni en la suicida imaginaria, ni en las cornisas imaginarias. Vivaz, colorido, fuerte y exaltado, el hombre fatal desmaya por donde se lo mire. Sus minutos valen por horas. Su semen vale por toros. Pa, pa, pa... No le alcanzan las mujeres de este mundo...
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Un lector bebe de la copa de la luna bajo el árbol de alcanfor. Bebe el agua que surge de las tinieblas. Pasa del mundo constituido al mundo soñado, del soñado al constituido. Un rostro surge de improviso entre las páginas y le pregunta: ¿a vos también te persiguen? Y el lector afirma: nos persigue un volcán. En la huída las palabras se amontonan primero, luego se desparraman. No podremos salir, dicen las palabras desesperadas y el lector abre la puerta.
cairo367@hotmail.com
Fuente: Rosario 12, martes 20 de marzo de 2012
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