Por Dany-Robert Dufour
Traducción del francés de Ángela Silva
Pasión.
Partiré aquí del término de “pasión” por lo entrañable
que resulta para el filósofo que soy. En efecto, se halla en el centro de la teoría antigua del alma, la psique de Platón. En el Fedro y en La República, nos encontramos ante un tópico tripartita de la psique en la cual la tercer alma, la epithumia —situada en el vientre e incluso en el bajo vientre—, es presentada como la sede de las pasiones concupiscentes, llamadas también “espíritus animales”. Estas pasiones deben ser mantenidas bajo control por el nous, el elemento racional, es decir la primer alma —situada en la cabeza. Si tal no es el caso, entonces la segunda alma, el alma intermediaria del thumos, el elemento irascible, el de la cólera —situada en el corazón—, puede caer del lado de la epithumia produciendo con ello grandes desórdenes, tanto en los sujetos como en la polis, porque la cólera se pone entonces al servicio de dichos espíritus animales, en vez de ser utilizada por el nous.
Con ciertos matices, esta teoría del alma reaparece en Aristóteles y posteriormente en las teologías cristianas. E incluso después de que el alma haya sido reunificada por Descartes (para ser contrapuesta al cuerpo), esta teoría del alma tripartita permanece subyacente hasta después de la Ilustración.
Dicha teoría significa que, cuando uno se abandona a sus pasiones, no puede sino padecer y hacer padecer a los demás. En suma, pasiones, padecer y pathos, pueden convertirse en una serie devastadora que abre la posibilidad a actos de barbarie.
Dicho sea de paso, Freud, con sus propias teorías tripartitas del alma (véanse los dos tópicos) dijo prácticamente lo mismo: es preciso que el hombre desde la infancia limite sus pasiones (en este caso la pasión edípica por la madre), y sólo con esta condición pueden realmente constituirse el deseo y la civilización.
Es precisamente esa necesidad de dominio y de control de las pasiones lo que será puesto en tela de juicio en la época de la Ilustración. No tanto por el trascendentalismo alemán, encarnado por Kant, como por el liberalismo inglés, encarnado por su contemporáneo Adam Smith. El trascendentalismo mantiene en efecto la necesidad del control de las pasiones mientras que el liberalismo —la ideología que hace de las suyas en nuestros días—, comienza formulando, hacia 1700, una propuesta rigurosamente inversa relativa a las pasiones.
El liberalismo como liberación de las pasiones.
Esta otra propuesta, sobre la que ha de construirse todo el pensamiento liberal, es descubierta, cual debe ser, por un médico, el doctor Bernard de Mandeville (1670-1733), calvinista holandés de origen francés, establecido definitivamente en Londres en 1691. Resulta extraño, por cierto, que no haya llamado mucho antes la atención el hecho de que debamos la invención de la economía a los médicos —pienso aquí en otro gran economista, Quesnay, padre de los fisiócratas y médico del rey Luis XV. Tampoco tendré tiempo de reconstituir la génesis del descubrimiento de Mandeville. Baste con recordar que es un derivado directo de discusiones que agitaban al medio agustiniano del siglo XVII, es decir, los jansenistas —por el lado católico—, y los que en aquel entonces eran llamados sus “primos hermanos”, los calvinistas —por del lado protestante[1].
Mandeville es, al igual que muchos pensadores en los siglos XVII y XVIII —entre ellos Descartes y Hume— el autor de un tratado de las pasiones: El Tratado de las pasiones hipocondríacas e histéricas de 1711 (segunda edición aumentada en 1730)[2] escrito en forma de diálogo entre un médico y dos de sus pacientes. Cabe notar que estas pasiones se refieren a lo que será llamado, después de Freud, pulsiones. De hecho, cuando uno lee, por ejemplo, El Malestar en la cultura, puede notar que los términos de pasión (Leidenschaft) y de pulsión (Trieb) son yuxtapuestos a menudo por Freud.
Pienso que este médico —médico de las enfermedades del alma, como se decía entonces— debe ser considerado como un prepsicoanalista. Quiero decir que era psicoanalista sin saberlo, tal como aquel otro que podía, más o menos por la misma época, ser médico a palos. ¿Y por qué habría de ser psicoanalista? Simplemente porque, como acabo de decirlo, trabaja con el alma (la psique) y sus enfermedades, y las analiza –he allí dos buenas razones para hacer de él un pionero del psicoanálisis. ¿Y qué descubre Mandeville? Sencillamente, que las enfermedades del alma son causadas por un refrenamiento excesivo de las pasiones.
Mandeville descubre que la curación procede de una liberación de las pasiones. Si estas pasiones —estos espíritus animales— no son liberadas, uno enferma, se vuelve histérica —si se es mujer— o melancólico e hipocondríaco —si se es hombre. Mandeville prefigura tanto los Estudios sobre la histeria de Freud, que incluso llega a conjeturar que una de las causas de la histeria en las mujeres jóvenes podría ser cierta castidad excesiva. En cuanto a la etiología de la hipocondría, distingue en ella un rasgo específico: la culpabilidad, que, como todos sabemos, será el meollo de la elaboración freudiana de la neurosis. Mandeville agrega que el médico puede ayudar a los desdichados que están sujetos a estos trastornos haciéndolos hablar.
Lo que lo distingue de otros médicos de las enfermedades nerviosas de la época es su rechazo a considerar que la anatomía pueda explicarlo todo, así como sus sospechas en contra de los descubrimientos hechos gracias a los microscopios que, además de no explicarlo todo, incitan a descuidar mucho la escucha del paciente. Ahora bien, es el hecho de hablar lo que libera al paciente, y no las purgas o las sangrías. De allí que podamos decir que Mandeville es prepsicoanalista, porque abordó, casi dos siglos antes que Freud, la gran cuestión de los efectos terapéuticos de la palabra para poner fin a la represión de ciertas pasiones.
Pero las cosas distan de quedarse allí puesto que Mandeville también es considerado el inventor de la teoría del liberalismo económico, nada más y nada menos. Es así como Hayek, el grande, el muy inteligente y muy temible pensador liberal del siglo XX, convierte a Mandeville en un master mind, y le atribuye un papel determinante en la fundación de las ciencias de la sociedad.[3] En efecto, Mandeville no se limita a aliviar meramente a sus pacientes mediante una talking cure, siempre útil para hacer un buen “deshollinamiento de la chimenea” (como decía una de las primeras paciente histéricas de Freud, Anna O.), se trata sobre todo de devolverlos al mundo con pasiones liberadas y de ver qué sucede.
Para responder a esta interrogante acerca de la cuestión de los efectos en el mundo cuando se liberan las pasiones, Mandeville se atreve a escribir una fábula, a la manera de las fábulas de la Fontaine (de quien fue uno de los traductores en Inglaterra). Pone por título a esta fábula The grumbling hive or knaves turn’d honest, “La colmena refunfuñona o los bribones se vuelven honestos“, y la publica de manera anónima. En 1704, la fábula es vendida por pregoneros en las calles pestilentes de Londres al módico precio de medio sueldo por hoja. De reedición en reedición, acabó llamándose La fábula de las abejas[4]. Quien dice fábula dice moraleja. Y la moraleja en este caso afirma que “los vicios privados hacen la prosperidad pública y que la virtud condena una gran ciudad a la pobreza y a la indigencia”. En 1714, Mandeville publica La fábula de las abejas, agregándole al texto de 1704 veinte “comentarios” que glosan el poema verso por verso. El título es elocuente acerca de la intención del autor: “La Fábula de las abejas o vicios privados, públicos beneficios, que contiene varios discursos que muestran que los defectos de los hombres, en la humanidad depravada, pueden así ser utilizados en provecho de la sociedad civil y que pueden ocupar el lugar de las virtudes morales”. Pero el escándalo no estalla sino con la edición de 1723 que agrega a la anterior una “Investigacion sobre la naturaleza de la sociedad“ y un “Ensayo sobre la caridad y las escuelas de caridad” en el cual Mandeville, el calvinista puritano, denuncia las instituciones caritativas y defiende las casas de citas, como fuente posible de prosperidad. Finalmente, en 1729, Mandeville añade a la Fábula una segunda parte compuesta donde desarrolla todas las implicaciones de su tesis[5]. Estalla entonces el escándalo filosófico más estrepitoso de toda la Europa de la Ilustración. Mandeville es acusado de ser un espíritu libertino y ateo, su libro es quemado por doquier como una obra del diablo, su nombre, Mandeville, es transformado en Man Devil, hombre del diablo.
La tesis principal de la obra es clara: las actitudes, los caracteres y los comportamientos considerados como moralmente reprensibles a nivel individual (como el amor propio, el afán de lucro, la afición por el lujo, el derroche, el libertinaje, el embaucamiento…) son para la colectividad fuente de prosperidad general y favorecen el desarrollo de las artes y de las ciencias. La antropología liberal nació, su moral se expresa en el segundo subtítulo de la Fábula: “Sed tan ávido, egoísta, derrochador en favor de vuestro propio placer como podáis serlo, pues así haréis lo mejor que podéis por la prosperidad de vuestra nación y la felicidad de vuestros conciudadanos”. Lo cual puede condensarse en “dejad actuar los egoísmos”, una aplicación del laisser faire. Esta idea de Bernard Mandeville será retomada, desarrollada y expurgada de todo diabolismo —blanqueada, en suma— por Adam Smith en su obra principal, La riqueza de las naciones, y, posteriormente, por toda la economía liberal. El liberalismo es, ante todo, eso: la liberación de las pasiones/pulsiones.
Ello permite concluir que existe un enunciado, e incluso un axioma común al liberalismo (que se interesa por la economía mercantil) y al psicoanálisis (que se interesa por la economía psíquica) —lo cual no resulta asombroso pues ambos se interesan en la economía libidinal. Dicho axioma reza así: la pulsión es egoísta, apunta a su propia satisfacción. Sabemos que Freud, cuando descubre esta ley, se apresura a agregar un segundo axioma: todo goce proveniente de la satisfacción de la pulsión debe ser limitado para preservar la cohesión del grupo social.
Sustracción de goce.
En suma, sobre en esta pulsión liberada, es preciso operar una “sustracción de goce” (retomo la aquí la expresión acuñada por Lacan, véase la sesión del 12 de abril de 1967 del seminario La lógica del fantasma) y ello desde la formación del sujeto, si no después resulta demasiado tarde.
Esta sustracción debe intervenir muy pronto pues la situación de la infancia temprana de entrada se presta a ello. Se caracteriza en efecto por una competencia declarada entre las pulsiones egoístas del padre y del hijo con respecto a la madre: ¿quién gozará de ella? No retomaré aquí por ser harto conocida la dinámica que Freud propone en los años 1920 para resolver este conflicto pulsional: complejo de Edipo, complejo de castración y formación del superyó. Al término de la operación, el superyó se ha convertido en esa instancia metapsicológica que garantiza la introyección de la ley moral. Desde luego, es la renuncia por parte del niño al goce de la madre la que le abre entonces campo al deseo. El niño descubre que su madre es también una mujer sujeta al deseo de otro: el padre. He allí el primer encuentro del niño con la diferencia sexual y por ende con la diferencia generacional, y puede a veces ser bastante traumatizante. Así pues, no hay deseo sin renuncia al goce, sin esta sustracción originaria del goce. Lo que Lacan sintetizará mediante esta fórmula contundente: “La castración quiere decir que es preciso que el goce sea rechazado para que pueda ser alcanzado en la escala invertida de la Ley del deseo”[6].
A estas alturas, un elemento aparece claramente: los dos grandes médicos del alma, Mandeville y Freud, aunque se entienden en torno al primer axioma, divergen a partir del segundo. Mandeville se ciñe a un laisser faire pulsional para la organización de lo social. Freud preconiza una sustracción de goce operada sobre la pulsión para preservar la cohesión social. Freud mantiene entonces la tradición de la necesidad del control de las pasiones heredada del trascendentalismo alemán en lo que atañe a la asunción subjetiva y al vínculo social. De hecho, el término kantiano de “regulación” —a propósito de las pasiones— se halla muy presente en El malestar en la cultura. Pero Freud va más lejos puesto que no se limita a retomar la noción clásica de pasión, sino que la remodela para llegar a la noción de pulsión. La pulsión es en suma una pasión sobre la cual se ha operado una sustracción de goce. Desde luego es dicha sustracción la que deja una huella mnésica bajo la forma de un representante psíquico, y es por ello que Freud, al definir la pulsión, le atribuye dos facetas: la somática y la psíquica. No sólo es, como toda pasión, un quantum de energía, sino que también es portadora de una inscripción psíquica. Esta huella es decisiva puesto que hace las veces de marca significante, de significante primero, de primera letra, de primer gramma, como tal inmaterial y psíquico, en el fundamento de toda gramática posible.
De este diferendo inaugural entre esos dos grandes médicos del alma podemos concluir que existen dos modelos en competencia para el de tratamiento de la pulsión. O bien hay que dejar que la pulsión vaya a su finalidad: la satisfacción —en otras palabras, el goce. O bien hay que refrenar la pulsión para acceder a una economía del deseo.
Del liberalismo temperado por el trascendentalismo al ultraliberalismo.
Si consideramos ahora las cosas desde un punto de vista histórico, nos percatamos de que el liberalismo —en la medida en que se halla fundado sobre la liberación de las pasiones— fue temperado por el trascendentalismo durante largo tiempo. Es cierto que esto no resulta perceptible en el liberalismo económico de Mandeville, pero sí en el liberalismo político tal como fue teorizado por John Locke (1632 – 1704), en particular en sus dos Tratados sobre el gobierno civil (1690). En efecto, según la concepción empírica anglosajona del derecho, es necesario que la potencia pública esté presente para garantizar la iniciativa privada y el libre juego de los intereses particulares. Este derecho presenta dos aspectos: la propiedad de sí y la propiedad de bienes. Nadie puede atentar contra el derecho individual a la propiedad de sí, comerciando de manera ilícita con dicha propiedad (por ejemplo, comprando o vendiendo a un conciudadano)[7], o despojando a un individuo del derecho a la propiedad de sí (por ejemplo, secuestrándolo, drogándolo, etc.). De la misma manera, nadie puede despojar a un ciudadano de sus bienes propios, puesto que esto le impediría ponerlos, si así lo desea, en el mercado.
Según el liberalismo clásico, es necesario pues un Estado para garantizar el libre juego de los intereses privados. La potencia pública está entonces ahí para garantizar a cada quien la posibilidad de una libre defensa de sus intereses propios. Es por ello que el derecho a la competencia resulta, después del derecho a la propiedad privada, tan importante según la concepción anglosajona. Corresponde a aquello que obliga a las personas privadas o morales tanto a competir entre sí como a sufrir padecer dicha competencia. Con legítima antelación deberá entonces garantizarse a cada quien el derecho de acceder al mercado. Es la única manera de que cada persona pueda defender sus propios intereses y alcanzar así la dignidad (por lo menos la del mercader, tal como lo había formulado Adam Smith). Es también la única manera de que el mercado alcance su plena eficiencia económica. Sólo la mayor competencia posible entre los productores puede garantizar la mejor satisfacción posible de los consumidores y, por consiguiente, el crecimiento de la producción. Este principio del derecho a la competencia obliga pues a la potencia pública a garantizar a cada quien el acceso al mercado y la protección en contra de la competencia desleal.
De comprobarse casos de competencia desleal por parte de ciertas empresas (por ejemplo mediante la constitución de trusts que monopolicen el mercado y que impidan la competencia), las sanciones, pronunciadas por la potencia pública, pueden ser muy severas: multas récord para las empresas, penas de cárcel de varios años, e incluso de décadas, y hasta pena de muerte en algunos países contra las personas privadas consideradas culpables (por ejemplo, el antiguo presidente general de Enron, la empresa líder de la energía en los Estados Unidos afectada por un enorme escándalo de corrupción en 2001, fue condenado a 24 años y 4 meses de prisión en octubre de 2006). Y de comprobarse casos de comercio ilícito o de trabas por parte de algunas personas al acceso al mercado (por ejemplo mediante robos, secuestros, crímenes o despojos…), las sanciones pueden ser de gran considerables: por ejemplo, en Estados Unidos, en las clases consideradas “peligrosas”, como la de los jóvenes negros de entre 20-29 años, pobres, por lo tanto muy involucrados en todos los comercios ilícitos y las prácticas ilegales, casi uno de cada tres individuos está en la cárcel o bajo vigilancia. ¡Lo cual da como resultado que en Estados Unidos hay cinco veces más jóvenes afroamericanos en la cárcel que en la universidad![8]
El liberalismo político clásico (temperado por el trascendentalismo) implica entonces no poner traba alguna a la iniciativa individual. De no ser así, la potencia pública está ahí para sancionar a quienes obstaculizan de manera más o menos importante la iniciativa del prójimo despojándolo de sus bienes o atentando contra su propiedad de sí.
Ahora bien, con el ultraliberalismo, este principio de no poner traba alguna a la iniciativa individual, aunque sigue vigente para las clases “peligrosas” pobres, ha sido descartado cada vez más para las clases ricas, so pretexto de que eran potencialmente capaces de producir más riqueza.
El ultraliberalismo, constituye en suma una perversión del liberalismo al llevar hasta sus últimas consecuencias el principio de la defensa absoluta, por cada actor, de sus intereses privados. Es así como apareció el famoso eslogan característico del ultraliberalismo sostenido por pensadores como Milton Friedman o Friedrich Hayek: hay que dejar actuar a los egoísmos. Ahora bien, el hecho de llevar hasta sus últimas consecuencias este principio sólo podía ir a contrapelo de la idea liberal y moderna de la necesidad de la organización de la potencia pública en un Estado encargado de regular el acceso de cada quien al mercado. Así pues, toda la organización social se vio trastocada por esta ideología ultraliberal ya que la gran conquista moderna —el Estado, como órgano de regulación— se vio recusada. En efecto, conocemos sobradamente la exigencia permanente de los ultraliberales: menos Estado, menos regulación, menos instituciones. A cambio de esta desregulación política, jurídica y simbólica, se prometía un crecimiento rápido y considerable de la riqueza global. Se suponía que esta transfiguración milagrosa de los intereses egoístas privados en fortuna pública era posible gracias a la acción de la Divina Providencia que velaba por la autoarmonización de los intereses privados (véase la teoría de la “mano invisible” en Adam Smith).
Precisamente este ultraliberalismo, que ha funcionado como dogma cuasi religioso, como supuesto remedio a todos los males estos últimos treinta años, inaugurados por el reino de Reagan y de Thatcher, es el que se está desmoronando de manera lamentable. Como prueba baste un botón: el rechazo absoluto a la intervención del Estado, en lo más álgido de la crisis, resultó en la inyección de capitales públicos a los organismos financieros privados más cuantiosa de todos los tiempos. La mentira de la autoarmonización de los intereses privados y el incremento de la fortuna global ha reventado brutalmente como una enorme burbuja especulativa basada en la ilusión. Vimos entonces a los más acérrimos defensores de este sistema, por ejemplo Alan Greenspan, antiguo presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos (Fed), admitir su garrafal metedura de pata, implorando, después de la privatización de las ganancias, por la nacionalización de las pérdidas[9].
El ejemplo de la sentencia emitida en contra del Presidente de Enron podría hacer creer que sí ha seguido existiendo el estado regulador en este periodo ultraliberal. Pero no es así en absoluto. En la práctica, se estima que sólo entre 5% y 10% de los diferentes casos posibles de trabas a la competencia y de corrupción son expuestos a la luz en el mundo de la empresa. En resumen, por cada 6 Enron o WorldCom o Vivendi o Parmelat o Adecco o Morgan Stanley que fueron descubiertos, alrededor de 94 grupos más, cuyas cuentas estaban más o menos maquilladas, han podido quedarse ¡tan tranquilos! El porcentaje es el mismo —muy bajo— con respecto a la gran delincuencia de las personas (delincuencia mafiosa y delincuencia de cuello blanco). En cambio, el control puede ser muy severo hacia la pequeña delincuencia, como ya lo mencioné con respecto al grupo de edad de los 20-29 años de los negros jóvenes y pobres en Estados Unidos —y aquí el remedio es por supuesto peor que la enfermedad, puesto que las cárceles se ponen a funcionar entonces como verdaderas escuelas de la delincuencia.
Propagación transductiva de la economía mercantil a la economía psíquica.
Formulo aquí una hipótesis central: esta transformación de la economía mercantil no carece de efectos sobre la economía psíquica. En otros términos, existe una propagación transductiva de los principios de la economía mercantil a los de otras grandes economías humanas. ¿Y qué entiendo por transducción? Nos encontramos ante una propagación transductiva cuando cada región constituida sirve como principio a la región siguiente, de modelo y de punto de partida, de tal manera que una modificación puede extenderse paulatinamente y que una mutación general puede aparecer después de haberse propagado siguiendo un efecto dominó[10]. Dicho de otra manera, el liberalismo financiero desregulado no sólo mina las bases de las finanzas y de la economía mercantil mundial. Dista mucho de ser así: todas las grandes economías humanas se vieron afectadas. Dichas estas economías están articuladas entre sí, de tal manera que algunos cambios esenciales en la economía mercantil (la desregulación) inevitablemente conllevaron efectos substanciales en la economía política (la obsolescencia del gobierno y la aparición de la gobernanza, derivada de la corporate gouvernance, también llamada “dictadura de los accionistas”). Pero eso no es todo puesto que este último aspecto no ha hecho sino provocar mutaciones en la economía simbólica (desaparición de la autoridad del pacto social y aparición de las nuevas formas del vínculo social como los grupos llamados “ego-gregarios”, que se caracterizan por la exhibición conflictiva y a menudo espectacular de egoísmos en busca de satisfacciones consumatorias). Por añadidura, estas mutaciones en la cultura han afectado nuestras maneras de hablar, o sea la economía semiótica (a través de la aparición de una novlengua liberal marcada por transformaciones de la gramática y alteraciones semánticas a través de las cuales, por ejemplo, toda forma de autoridad, incluso laica, o trascendental, ha sido excluida). Finalmente, estas transformaciones alcanzaron una economía que parece a priori reacia a toda sumisión a las leyes de la economía mercantil: la economía psíquica, con una salida del marco freudiano clásico de la neurosis y una entrada en un marco postneurótico en el cual predominan la perversión, la depresión y la adicción.
En efecto, los comportamientos adictivos —frecuentes en las economías del goce— se ven favorecidos por la economía mercantil que tiene como propósito proporcionar a cada persona todos los objetos manufacturados necesarios, todos los productos lícitos o no, todos los servicios mercantiles, todos los fantasmas mostrables, susceptibles de satisfacer todas las apetencias.
En cuanto a las conductas perversas, éstas pueden ser observadas en todos los sectores de la sociedad. Si la actual crisis financiera tiene al menos un mérito, es el de haber hecho volar en pedazos un mito cuidadosamente cultivado por el relato ultraliberal dominante ampliamente divulgado estos últimos treinta años, Según el cual era absolutamente necesario distinguir los negocios sanos, que funcionan según criterios de transparencia, de honestidad y de moralidad satisfactorios y los negocios sospechosos, o incluso malsanos o hasta criminales, procedentes de todo tipo de tráficos ilícitos.
Este relato ultraliberal, en su afán de conquistar los espíritus y de presentarse bajo una luz virtuosa, había cuidado efectivamente de agrupar bajo el nombre de “crimen organizado” toda una serie de actividades reprensibles entre las cuales se encuentran, al lado de las actividades “tradicionales” (droga, extorsión, secuestros, juegos, proxenetismo de mujeres y de niños, contrabando de alcohol, de tabaco, de medicamentos, de autos robados y de refacciones; robos a mano armada, falsificación de moneda y de facturas, fraude fiscal y desvío de créditos públicos, etc.), mercados nuevos (como el tráfico de mano de obra clandestina, los refugiados en éxodo, la piratería informática, el tráfico de objetos de arte y antigüedades, de especies protegidas y de órganos humanos, la imitación de marcas, el tráfico de armas a gran escala, de residuos tóxicos y de productos nucleares, etc.).
Se nos invitaba a creer que todo eso no tenía relación alguna con el resto de la actividad económica y remitía a un mundo paralelo bárbaro, nocturno y subterráneo en vías de desaparición gracias a los esfuerzos de un mundo oficial diurno y perfectamente civilizado.
Ahora bien, la crisis actual muestra ampliamente que esta distinción entre dos mundos, el uno perverso, el otro moral, no sólo carece de fundamentos, sino que además es un trampantojo, mentira e ilusión, y ello por dos razones.
En primer lugar, estos dos mundos están íntimamente imbricados, simple y sencillamente porque los grupos financieros y la banca siempre han estado muy interesados por captar las enormes ganancias de los negocios del crimen organizado. Las actividades criminales no sólo resultan absolutamente compatibles con el ultraliberalismo, sino que se encuentran sobre todo perfectamente integradas en él. Así, en el año 2000 se calculaba que, cada día, se lavaban aproximadamente mil millones de dólares al día que provenían de mafias diversas. Esta cifra representa entre la mitad y los dos tercios de las inversiones directas extranjeras. En total, si tomamos en cuenta únicamente las actividades que tienen una dimensión transnacional, el producto criminal mundial bruto rebasaba ampliamente en 2000 el billón de dólares anuales, es decir, cerca de 20% del comercio mundial[11].
Pero existe una segunda razón por la cual la distinción entre el crimen organizado y los mercados lícitos se ha vuelto insostenible. Simplemente porque la actividad económica oficial se puso a proporcionar, a su vez, una masa de capitales sospechosos —por decir lo menos— o peor, amalgamados con el flujo de capitales proveniente de las actividades criminales con miras al lavado de dinero. Estos capitales “corruptos” provienen de toda una serie de actividades muy difundidas en las grandes empresas, como lo demostraron ampliamente los escándalos recientes de las empresas Enron, WorldCom, Tyco, Vivendi, Parmelat, Adecco, Morgan Stanley, etc.: alianzas y carteles, abuso de poder, dumping y ventas forzadas, delitos de iniciados y especulación, absorción y desmembramiento de competidores, balances falsos, manipulaciones contables y de precios de transferencia, fraude y evasión fiscales mediante filiales offshore y sociedades-pantalla instaladas en “paraísos fiscales”, desvíos de créditos públicos y mercados amañados, corrupción y comisiones ocultas, enriquecimiento ilícito y desvío de fondos públicos, abuso de bienes sociales, vigilancia y espionaje, chantaje y delación, violación de los reglamentos en materia de derecho laboral y de libertad sindical, de higiene y de seguridad, de cotizaciones sociales, de contaminación y de medio ambiente… la lista podría continuar.
Si estas actividades ilícitas y los tráficos de todo tipo se han incrementado considerablemente durante estos últimos treinta años, no se debe al azar. La razón es sencilla: entre más se sujetaba el capital industrial a la lógica del capital financiero, más cedía el liberalismo clásico ante el ultraliberalismo y más comunes se volvían dichas actividades —después de todo, había que satisfacer las exigencias de los accionistas deseosos de obtener márgenes de ganancias de dos cifras de ser posible. Para que estas prácticas se generalizaran, hubo que corromper a los managers para que persiguieran no ya fines industriales sino financieros. En resumen, hubo que ‘comprar’ a los mandos superiores. Esto fue posible otorgando salarios estratosféricos a estos dirigentes, haciéndolos participar en las ganancias de la empresa gracias a las stock-options y atribuyéndoles ventajas exorbitantes como los retiros dorados, conocidos en francés como retraites-chapeau (pensiones complementarias vitalicias para mandos superiores)[12].
La última fase de la dominación del capital financiero sobre el capital industrial —la gota que ha terminado por derramar el vaso— consistió en distintos montajes de operaciones financieras de altísimo riesgo como el préstamo a gran escala de dinero inexistente (subprimes)[13], la titulización de estos créditos sucios, la creación de hedge funds a menudo implantados en los paraísos fiscales que permiten especular sobre la evolución de los mercados, tanto a la baja como a la alza.
Pero todo tiene sus límites: este capitalismo financiero, demasiado voraz, empezó a convulsionarse desde la crisis de 2008 (drenado del dinero público para volver a sacar a flote a los bancos, lo cual generó deudas colosales en el presupuesto de los Estados, y también el reinicio de las hiperganancias bancarias hasta… la próxima crisis, creación de nuevas burbujas especulativas que amenazan con estallar, multiplicación de las catástrofes ecológicas producidas por decisiones peligrosas defendidas por los lobbies financieros y tecnoindustriales…).
Perversión polimorfa y tráficos de todo tipo.
Hay que abstenerse sin embargo de cantar victoria demasiado pronto y de creer que nos libraremos fácilmente de los problemas pues este funcionamiento ha corrompido ampliamente mentes y almas. En efecto, no sólo los altos mandos de las grandes empresas han sido comprados, corrompidos y pervertidos. Si miramos más arriba y más abajo, podemos entender fácilmente que esta corrupción ha gangrenado también al resto de la sociedad. En efecto, desde que el accionariado fue elegido como medio para financiar los retiros y para aumentar los recursos de los asalariados mediante su participación en los beneficios, todos los individuos, desde el más joven hasta el más viejo, son incitados a un comportamiento perverso y depredador y a adoptar absolutamente el principio egoísta de la búsqueda de la máxima satisfacción del interés personal.
En otros términos, esta ideología ultraliberal sólo ha podido funcionar como una empresa de corrupción generalizada, que ha alcanzado todos los niveles de la sociedad y transformando la polis y sus leyes del vivir-juntos en polis perversa. Esto equivale a decir que no hay mucha diferencia entre los funcionamientos depredadores de los grupos mafiosos y los funcionamientos de los grupos financieros. Tal es exactamente el diagnóstico hecho recientemente por el antiguo primer ministro francés, Michel Rocard, famoso por su sagacidad y su franqueza: “Lo que llama la atención, es el silencio de la ciencia. Los grandes economistas callan. Los políticos no hablan sino de finanzas. Y no se atreven a llamar las cosas por su nombre. La verdad, es que disimular des créditos podridos en medio de otros, gracias a la titulización, como lo hizo la banca, se llama robo. Las precauciones de vocabulario son aquí indecorosas. Nombrar correctamente las cosas permite aplicar la sanción de manera adecuada. Seguimos siendo demasiado reverenciosos con respecto a la industria de las finanzas y a la industria intelectual de la ciencia financiera. Profesores de matemáticas enseñan a sus estudiantes cómo hacer jugarretas bursátiles. Lo que hacen equivale, lo sepan o no, a un crimen contra la humanidad”[14].
De estas palabras fuertes y claras, tan escasas entre los políticos actuales, entendemos que no hay, en la actualidad, dos mundos separados, impermeables entre sí o antagonistas –el del “crimen organizado” y el de los mercados legales--, sino un solo mundo marcado por los tráficos de todo tipo y por el crimen, ya se trate del “crimen organizado” o del “crimen contra la humanidad” a través de robos, despojos, contaminaciones, destrucciones, pauperizaciones, precarizaciones diversas, etcétera.
Este mundo del tráfico generalizado es el que funciona según el principio del laisser faire pulsional, del dar rienda suelta a las pulsiones.
En resumen, este laisser faire hace surgir, en el horizonte del liberalismo desregulado, la figura del forajido generalizado.
Me parece que valdría la pena cotejar esta nueva actitud ante la ley con una observación que Lacan había hecho en 1967 con motivo de las jornadas de estudios sobre las psicosis del infantil[15]. Él había hablado en aquel entonces de la aparición en nuestras sociedades del “niño generalizado”. Resulta que, en el editorial de un número reciente de la Lettre de l’enfance et de l’adolescence (n°48, 2002), Françoise Petitot retomó esta cuestión aportando estas útiles precisiones: “El declive de la función paterna tuvo como corolario, según J. Lacan, el advenimiento del ‘niño generalizado’. El niño generalizado es el sujeto, joven o menos joven, anclado en una infancia prolongada (…). Ser sin límite, abandonado a sí mismo, parece gozar de una omnipotencia que, en realidad, hace estragos en él. En efecto, está designado para ser el verdugo de sus padres, el agitador de su escuela, el insoportable en su grupo de pares, es portador de peligro para el orden social que lo rodea sin que aparentemente lo ataña.”
El advenimiento del niño generalizado sólo puede, evidentemente, conllevar lo que caracteriza al niño, a saber, según Freud, la perversión polimorfa[16]. En suma, el destino de este “niño generalizado”, es el de convertirse en un “pillo generalizado”, es decir, alguien que nunca ha conocido el efecto específico de una violencia simbólica bien entendida, la única que hubiera sido susceptible de hacer mella en su supuesta omnipotencia y de hacerlo entrar en el límite.
Como no están reunidas las condiciones para que cese todo lo anterior, entonces no puede sino continuar. La lógica en este ámbito es pues que nosotros asistamos a un ascenso de la barbarie y de los tráficos de todo tipo. Los hay al por mayor: violaciones de menores, asesinatos bárbaros, designación jubilosa de víctimas, actos de depredación social, discursos populistas alentando las venganzas contra las víctimas expiatorias, desarrollo de “fondos buitres” que atacan a los países y a los sectores más pobres, prácticas dictatoriales e incontrolables de accionistas extraterritoriales, actividades mafiosas, tráficos por doquier.
Esto permite entender el posicionamiento de aquellos que no pueden decidirse a adoptar los estándares perversos o adictivos que están en sintonía con la época ultraliberal: les queda el refugio de la depresión y se aferran entonces a la misma fórmula magistral que el novelista Herman Melville puso en labios de su héroe melancólico, Bartleby: I would prefer not to…
En otros términos, la posición depresiva bien podría ser un posicionamiento político que no se asume como tal. Uno puede apostar que los que participan en ella esperan una luz al fondo del túnel. Si damos crédito a las palabras del poeta, no es imposible encontrarla: “Estamos en la jungla y cae la noche. Una noche sin fin nos amenaza si no hacemos la luz y si nuestros cantos no llaman al alba” (Jean-Baptiste Botul, escritor imaginario, "Troisième causerie sur Kant"). No se debe desdeñar sin embargo un riesgo mayor: entre más expectativas… más corremos el riesgo de dejarnos encandilar. El auge de los populismos en el mundo hace temer lo peor: nunca hay que olvidar que después de la crisis bursátil de 1929 vinieron 1933 y el trágico ascenso de un Hitler que atrajo a tanto canalla generado por el ultraliberalismo de aquel entonces.
Dany-Robert Dufour
Notas
[1] Me permitiré remitir a mi último libro, Dany-Robert Dufour, Le Divin Marché, Denoël, París, 2007.
[2] B. de Mandeville, A Treatise of the Hypochondriack and Hysterick Passions, 2a edición aumentada, Londres, 1730, reproducido por Scholars Fac-simile Delmar, Nueva York, 1976. Para un comentario de las obras de Mandeville y principalemente del Tratado de las pasiones véase el estudio de Paulette Carrive, B. Mandeville : passions, vices, vertus, Vrin, París, 1980.
[3] Véase F.A. Hayek, "Lecture on a master mind : Dr Bernard Mandeville", en New Studies in Philosophy, Politics, Economics, and the History of Ideas, Londres y Chicago, 1978.
[4] La fábula está disponible en línea en el sitio de la Bibliothèque Nationale de France en http://expositions.bnf.fr/utopie/cabinets/extra/textes/constit/1/18/2.htm
[5] Mandeville, La Fable des abeilles I et II, trad. fr. P. et L. Carrive, Vrin, 1990.
[6] J. Lacan, Écrits, op. cit. "Subversion du sujet et dialectique du désir" [1960], p. 827.
[7] Lo cual no impide vender o comprar a un no conciudadano. En efecto, en el segundo Tratado sobre gobierno, Locke justifica el esclavismo al indicar que hay hombres "a los que damos un nombre particular, esclavos, y que, habiendo sido hecho prisioneros en una guerra justa, están, según la ley de la naturaleza, sometidos a una dominación absoluta y al poder arbitrario de sus amos. Esas personas, habiendo merecido perder la vida, a la cual ya no tienen derecho y por consiguiente tampoco a su libertad, ni a sus bienes, y se encuentran en estado de esclavitud, que es incompatible con la idea del goce de bienes propios, no podrían ser consideradas, en este estado, como miembros de la sociedad civil cuyo fin principal es conservar y mantener los bienes propios". (§ 85). Los dos tratados están en línea en http://bibliotheque.uqac.uquebec.ca/index.htm.
[8] Fuentes: 55a Comisión de los derechos humanos (1999) del Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas.
[9] Interrogado por la Comisión de los Estados Unidos encargada del control de la acción gubernamental, el antiguo patrón de la Fed admitió “haber cometido un error al creer que el cuidado de sus propios intereses, sobre todo entre los banqueros, era la mejor protección posible”. Pregunta del presidente de la Comisión: “¿Piensa usted que su visión del mundo, su ideología, no era la correcta, no funcionaba?”. Respuesta de Greenspan: “Eso es, exactamente, esa es justamente la razón por la que estoy conmocionado. Porque hacía ya cuarenta años y hasta más que, de manera evidente, funcionaba excepcionalmente bien.” (Véase “Alan Greenspan expresa su ‘gran desasosiego’” en Le Monde del 25 de octubre de 2008.)
[10] Este término de transducción apareció en las obras producidas en los años sesenta por el filósofo Gilber Simondon (véase G. Simondon, L'individu et sa genèse physico-biologique, PUF, París, 1964, p. 25).
[11] Remito al lector interesado a: Jean-Louis Hérail y Patrick Ramael, Blanchiment d’argent et crime organisé, PUF, París, 1996; Marcel Leclerc, La Criminalité organisée, La Documentation française, París, 1996; Pierre Kopp, L’Économie de la drogue, La Découverte, París, 1997; Jean de Maillard, Un monde sans loi, Stock, París, 1998; Jean-Pierre Thiollet, Beau linge et argent sale, Anagramme éditions, París, 2002. Y sobre todo, Moisés Naím (director de la muy respetada revista francesa Foreign Policy), Le livre noir de l'économie mondiale - Contrebandiers, trafiquants et faussaires, Grasset, París, 2007.
[12] Algunas cifras o informaciones relativas a estos tres puntos: a) los salarios: en Estados Unidos, los 100 directores de empresa más importantes ganan cada uno en promedio 1000 veces más que sus asalariados “ordinarios” –no se preocupen: Francia ya no se queda atrás; b) las stock-options (opciones de compra) dan a los dirigentes el derecho de comprar una cantidad considerable de acciones a un precio muy ventajoso durante cierto período; c) los retiros dorados: por ejemplo, el antiguo director del grupo Carrefour, despedido por malos resultados, se fue con la garantía de un complemento de retiro de un monto máximo de 29 millones de euros, así como una indemnización de un monto equivalente a tres años de salario, es decir 9.8 millones de euros.
[13] Las reglas clásicas imponen a los bancos de poseer aproximadamente un dólar de capital por 12 dólares de crédito máximo. Ahora bien, las finanzas de mercado permitieron a sus actores otorgar ¡32 dólares de crédito por un dólar de capital!
[14] Michel Rocard, "La crise sonne le glas de l'ultralibéralisme" in Le Monde, 1 de noviembre de 2008.
[15] Lacan, Autres Écrits, "Allocution sur les psychoses de l’enfant" [1967], Seuil, París, 2001, p. 369.
[16] La Lettre de l'enfance et de l'adolescence, trimestral, es editada por Érès.
Fuente:
Blog: http://www.http//sabalerosdelremanso.blogspot.com/
Twitter: @Sabaleros_dR
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